EL ESTADO DE PAZ
Hugo Betancur
Posiblemente pensemos en la
paz como un estado de sosiego y armonía, de ausencia de conflictos, de ausencia
de violencia.
En los
períodos de armonía, la vida se nos presenta como una coreografía o una danza
en que los participantes realizan sus movimientos sincronizadamente, integrados
en las acciones y los propósitos.
Todo
conflicto implica pugna, agitación, agresividad, reactividad, disociación.
Según las
culturas y colectividades humanas diversas, los motivos de retaliación y
castigo contra los oponentes siguen presentes por los antecedentes de
violencia, vandalismo y homicidio que cada grupo sufrió en el pasado, cercano o
remoto. Cada comunidad humana ha sido afectada en su historia y los eventos
padecidos retornan regularmente como recuerdos ingratos y onerosos que deben
ser enmendados aplicando a los culpables o a sus sucesores un castigo de
proporciones iguales o mayores a las vivencias experimentadas por quienes se
consideran sus víctimas.
A veces no
aparece como tangible una causa previa de vejación o daño asestado que sirva
como motivo para atacar a otros. A cambio, quienes ejercen acciones violentas
tienen convicciones y tradiciones que les llevan a creerse superiores y a
oprimir sistemáticamente a quienes consideran sus inferiores, con una
motivación segregacionista y avasalladora.
Es posible
que como característica humana común tengamos arraigada la creencia en que la
venganza y el castigo deban ser ejecutados rotundamente como actos de
reparación y de ajuste.
Tal vez por
esa razón, todo lo sucedido sigue vigente para la posteridad, condicionando
relaciones y comportamientos y manteniendo una disgregación revanchista.
La paz no
es posible mientras persistan los sentimientos de odio, de aversión y de auto
victimización que expresamos como sujetos particulares o como colectividades, o
mientras mantengamos vigentes las ideas
de separación con que rotulamos a otros como distintos e inmerecedores de
nuestro aprecio y respeto.
El estado
de paz es una decisión activa de excluirnos del campo de batalla y de las
contiendas.
Todo ser
humano violento se da demasiada importancia a sí mismo o le da demasiada
importancia y prominencia a las creencias que esgrime o a los mandatos,
tradiciones y creencias que prevalecen en los grupos a los que ha adherido.
Desde esa mentalidad disociadora, se planta ante los demás como un luchador
fanático y feroz que participa de la vida como un combatiente empeñado en vencer
a sus adversarios. Arremete contra otros, especialmente cuando los ve
vulnerables, cuando juzga que no corre riesgos, cuando presume que podrá
obtener ganancias doblegándolos.
Quienes
ejercen la violencia desde posiciones de mando institucionales o de grupos
armados, tienen justificaciones, intereses, proyecciones mentales de ataque y
defensa; se ven a sí mismos como muy poderosos, y a veces como invulnerables,
lo que los hace sentirse invencibles y predestinados; se muestran desafiantes,
soberbios, irreverentes.
Sin darse
cuenta, o ignorándolo a propósito, aplican estrategias y hábitos propios de los
personajes egoístas marginados y prepotentes empeñados en despojar y subyugar
para dominar por medio de la fuerza bruta y los instrumentos de intimidación.
Los
programas del ego son maquinaciones desintegradoras y destructivas que no le
permiten a quien las practica vivir en paz y que van dirigidas contra la paz de
los demás.
La
realización de la paz nos lleva a un estado de serenidad y de indefensión en
que damos primacía al respeto a los demás seres vivos y al entorno natural, nos
tornamos comprensivos y compasivos, abandonamos los juicios que nos
obligaban a actuar como antagonistas.
El estado
de paz es un estado de no-violencia que podemos alcanzar liberándonos del ego
que nos tiraniza cuando seguimos sus mandatos de doblegar a otros y
convertirlos en objetivos de placer, de aprovisionamiento, de sumisión.
También
alcanzamos nuestra paz cuando nos ponemos en paz con el pasado: damos fin y absolvemos
todo lo que para nuestras mentes fue doloroso, hiriente, amargo, ofensivo,
destructivo, y que consideramos fue causado por otros -en ese guion
en que nos rotulamos como víctimas y los culpamos a ellos como adversarios, y en
que nos empecinamos en cobrar esa deuda de dolor, malestar e injusticia
cargando y reviviendo a través del tiempo todas las circunstancias acaecidas;
sin embargo, los roles de víctimas y victimarios son parte del drama cósmico,
de las experiencias de evolución del alma en que afectamos a otros con nuestros
actos o somos afectados por otros (muchos de los terribles hechos de homicidio
y destrucción en la historia humana son causado desde el estado de ignorancia y de
inconsciencia de la mente disociada, la mente egocentrada que no logra prever
cómo la dinámica de acción y retribución le traerá esas mismas consecuencias
negativas como experiencia de expiación).
El perdón
realizado es una reconciliación: dejamos a los muertos en sus tumbas y a los
ejecutores de nuestros padecimientos en ese pasado común vencido y permitimos
que nuestras historias particulares se disuelvan en ese espacio vital en que
sucedieron. Contemplamos entonces el presente como actores y espectadores
atentos y participantes, no distraídos ni atrapados en relaciones y eventos ya
caducados.
La paz es una decisión de bienestar y de calma en que asumimos una actitud benigna y acogedora con los demás y con nosotros mismos; en ese estado cesan los conflictos y las contiendas y vemos el mundo como un escenario amable, hospitalario, gratificante. Y es posible que nuestros semejantes nos correspondan con una disposición solidaria congruente con las acciones y cambios reparadores que hayamos alcanzado.
Hugo Betancur (Colombia)
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